21 de octubre de 2024 - Tōkyō
Escribo desde el lounge del hotel donde nos hospedamos en Kuramae. Llegamos ayer a Tokyo después de unos días en Takamori, rodeadas de bosques y volcanes, tan solas a ratos mientras caminábamos en la niebla que volver a una ciudad se siente como un pellizco.
Tokyo nos resulta más llevadera que Osaka, no nos aplasta. Existe una extensión del cielo entre los edificios que nos oxigena, y también en el trazado de algunos barrios que nos deja ver las capas de esta ciudad: callejones irregulares, pendientes asimétricas, el maquillaje de la ultramodernidad.
Desayunamos café, huevos revueltos, scones y una ensalada en una cafetería cercana y después nos dirigimos a los jardines imperiales, pero cuando llegamos el recinto está cerrado y la única zona que podemos transitar está atravesada por caminos de cantos rodados, árboles podados en forma de nubes y extensas zonas de césped que está prohibido pisar. La asepsia de la naturaleza domesticada.
Desde los jardines caminamos hasta el distrito de Jimbōchō, conocido por sus librerías, tan grande que es llamado “la ciudad de los libros”. La mayoría de las que visitamos son librerías de anticuario y de segunda mano. Muchas de ellas tienen expositores en el exterior y pasamos un rato hojeando libros de arte en diferentes idiomas. Las hileras de libros se suceden y suceden pero sin entender el idioma me siento desorientada, sin llave de acceso.
Nos quedamos también un rato en una librería de segunda mano dedicada únicamente a revistas musicales. El local está forrado con estanterías hasta el techo y hay otras tantas apiladas en el suelo. Lo que nos retiene son las portadas, que merecen una categoría propia, y es que aunque no pueda entender nada esas poses propias de la SuperPop, los peinados ochenteros, las tachuelas de colores y las pestañas imposibles son irresistibles. La impresión es diferente a la de una librería convencional y el olor también. Los lomos largos y delgados de las revistas y sus colores flúor, divididos en secciones según los géneros musicales, y la ausencia del olor de la lignina descomponiéndose me provocan algo diferente, no la certeza triste de que no podré leerlo todo, sino el deseo de curiosear de manera desordenada, la idea de hundirme en un archivo y la posibilidad de encontrar en él una anécdota que habitar.
Otra librería, Passage By All Reviews, funciona con un concepto peculiar: cada estantería de la librería pertenece a una persona diferente que deja en ella su propia selección de libros, aunque todas tienen una clara tendencia por la literatura francesa. La última parada la hacemos en el único local donde encontramos una buena colección de libros antiguos en inglés: Kitazawa Bookstore. Ediciones enteladas sobre folklore escocés de los años setenta, historia antigua de Britania, mapas y un aparador lleno de recortes y postales amarillentas en cajas de té y sellos.
Dejamos atrás las librerías cuando empieza a anochecer. En un restaurante cercano tomamos unas gyozas espectaculares y sopa de verduras y compramos mochis de castañas y pequeñas bolitas de manzana y ciruela. Hace frío y me pongo el jersey grueso que compré el primer día de nuestro viaje. Estamos a finales de octubre y solo ahora sentimos que el otoño se presenta.
22 de octubre de 2024 - Nikko
Tomamos el tren a Nikko, deseosas de volver a ver esos árboles que nos han acompañado tanto. El tren va lleno. Cuando llegamos a nuestro destino la muchedumbre enfila hacia el complejo de templos que se encuentra a un par de kilómetros de la estación y que es la principal atracción turística. Ese también es nuestro recorrido pero llegamos hambrientas. Comemos un arroz con curry al estilo japonés en un restaurante familiar un poco sombrío y luego compramos algo para aguantar la tarde en una panadería que está a punto de cerrar. Me decido por un bollo de calabaza dulce que no dura mucho tiempo en mi bolsa y que tiene la forma y el color de una pequeña calabaza. El cuquismo también es una religión.
Mientras subimos por la carretera con vistas a las montañas que rodean Nikko, se suceden las tiendas de artesanías. S. y yo compramos unas tazas, cucharillas y palillos pintados a mano en un taller que trabaja la madera. En la entrada hay una estatua de una suerte de mapache-perro, imagen que se repite en varios negocios a lo largo del paseo. Luego sabremos que es una especie animal endémica de Japón que protagoniza algunas leyendas en las que se les atribuyen el poder de cambiar de forma a su antojo o poseer a las personas. Podrían ser terroríficas pero las estatuas inspiran cierta simpatía.
Llegamos al puente junto a la entrada del santuario y la tarde se encapota. Las hojas de los árboles están empezando a cambiar de color, tímidos naranjas y rojos entre el verde que aún predomina. Sin embargo, podemos leer en ellos una inclinación hacia la caída. El santuario es más grande de lo que esperaba. Paseamos con calma, sin atender ningún plano. Nos guiamos por el sendero más prometedor: por el pequeño fragmento de cornisa que asoma entre las ramas de los pinos y cipreses o por el tramo menos transitado. Después de un rato tomamos un café y calculamos el tiempo para llegar puntuales a la estación de tren de vuelta a Tokyo. Está a punto de empezar a llover y la luz se escapa con premura.
Bajamos hasta el río y caminamos en silencio mirando la ribera, como si estuviéramos despidiéndonos en ese momento de todos los bosques que hemos atravesado. Fantaseo con volver. Empieza a llover y apretamos el paso. En la ventana de una casa, mientras desandamos la carretera que nos llevó al santuario, un despliegue de gatitos de plástico redondos y sonrientes nos saludan.
23 de octubre de 2024 - Tōkyō
Último día en Japón. Nuestro plan de hoy es visitar un museo de artes audiovisuales: teamLab Borderless. Llegamos antes a la zona en la que se encuentra para hacer algunas compras en papelerías y curiosear un poco. Esta zona guarda el trazado antiguo, calles estrechas e irregulares, pero rodeadas de rascacielos y complejos de oficinas. Un contraste que no esconde lo que la ciudad pudo haber sido hace unas décadas.
Mientras caminamos S. descubre en el mapa un pequeño cementerio. Hemos visto varios a las afueras de los pueblos que hemos visitado o desde la ventanilla de los trenes y autobuses que hemos tomado estas semanas, pero en un barrio tan urbanizado y burocrático nos resulta curiosa su presencia. Siempre los hemos visto en la naturaleza, en el recodo de un sendero en una colina o entre campos de cultivo.
El cementerio está casi escondido entre los edificios bajos, las tumbas aparecen escalonadas, superpuestas, como si fuera una partida a medias de Jenga. Lo que nos atrapa enseguida es el gincko milenario que sobrevive en su entrada y que da cobijo a una parte de las tumbas. Cada una por su lado explora. Nos tomamos este momento de calma con cierta intimidad, hacemos fotos y recogemos hojitas caídas del gincko que guardamos entre las páginas de nuestros cuadernos. Nos sentamos luego en una escalera hasta que aparecen una mujer de mediana edad con otra más joven y acordamos en silencio que es el momento de irse.
La experiencia en el teamLab Borderless es psicodélica. Pasamos por estancias con cortinas de luces led que cambian de color a intervalos, salas forradas de espejos que multiplican el efecto de inmersión, paredes en las que se proyectan alucinaciones caleidoscópicas. Flores mutantes, mariposas post-atómicas o carpas de colores que se mueven por las paredes y que seguimos como en un viaje sideral. Me gusta especialmente una habitación en la que además del juego de luces y espejos han instalado unas guías con bolas de diferentes tamaños que se desplazan lentamente y mutan de color. Algo así como la Sala de las Profecías en el Ministerio de Magia, y eso alimenta la fantasía en la que nos hemos insertado por un rato. Cuando salimos, almorzamos en un izakaya cercana, donde pedimos salmón a la parrilla y sopa de miso y volvemos al hotel para descansar.
La última noche es una novedad en nuestra rutina. La noche tokiota es extravagante y bizarra en oferta y elegimos conocerla y celebrarla. Japón nos lo ha puesto fácil durante las tres semanas que hemos estado aquí y estamos agradecidas. Hacemos recuento mientras probamos un vino japonés delicioso y acabamos el ritual de despedida en un karaoke. Me harán falta semanas y este diario antes de poder conocer qué de todo esto hace poso o se convierte en artificio.
Un poema de Insectos, de Chika Sagawa:
La cinta de mayo
Fuera de la ventana el aire se rio en voz alta
y en la sombra de su lengua multicolor
las hojas están soplando en tropa
no puedo pensar
¿ahí habrá alguien?
al extender mi mano a la oscuridad
solo había un cabello largo de viento
Si has llegado hasta aquí, gracias por leer.
Hasta la próxima ⛩️
María