Una amiga acaba de dejar su piso alquilado en Carabanchel. Otra responde en nuestro grupo de WhatsApp que acaba de descubrir que suben la renta de ese mismo piso a 800 euros. Comentan que ha sido una subida de 150 euros en el plazo de dos años. Ellas ya no se sorprenden del salto desproporcionado. Nos hemos acostumbrado al “¿quién da más?”, como si aumentar el coste de los alquileres fuera una de esas escenas en Misión Imposible en las que nos preguntamos si hay un límite al delirio. Y no lo hay.
Sabemos que sufrimos un grave problema con el acceso a la vivienda. Es una realidad que ya no sólo afecta a las grandes capitales, sino que es un fenómeno que se está apropiando de las ciudades de provincias y, poco a poco, también de los pueblos. Personas que trabajan y comparten piso. Gente que tiene un contrato indefinido y vive en casa de sus padres. El horizonte es una mesilla de noche llena de bruma donde dejamos a la espera de un día mejor nuestra propia capacidad de aguante, la incertidumbre o los ansiolíticos.
Perdemos la posibilidad del espacio íntimo, de hacer un hogar propio. Algo tan básico y tan importante que no voy a extenderme a comentar lo obvio. El derecho a la vivienda está en cuestión y es moneda de cambio en un mercado cruel. Y aunque me parece una conversación esencial quisiera pensar un poco más hoy en cómo también hace rato que perdemos e infravaloramos los espacios públicos donde encontrarnos, sin que nadie saque rédito de ello.
Hace unos días Sara1 y yo asisitimos a la expo de Argider Aparicio y Carlos Muñoz en el Centro José Guerrero. Esta exposición titulada 146.574 m² trata de llamar la atención sobre la existencia de suelo urbanizable en desuso en la ciudad de Granada. Espacios que están a la espera de un promotor inmobiliario que, aprovechando la coyuntura de un mercado al alza, decida especular con ese terreno. Estos lugares reciben términos como el de espacios residuales o solares (nota: la palabra “solar” tiene dos acepciones: relativo al sol o relativo al suelo, entre otras, una verticalidad de cuchillo). A veces, si el acceso es viable (o la valla está lo suficientemente rota) se convierten en aparcamientos improvisados, basureros o pequeños jardines de maleza. O todo eso a la vez.
El trabajo de Aparicio y Muñoz ha consistido en realizar una serie de fotografías de esos solares en desuso. Una documentación que expone pedazos de tierra baldía, paneles con el número de teléfono de una inmobiliaria, vallas, desechos y una ciudad que se extiende al otro lado y en vertical. A partir de un montaje 3D vemos que sobre esas imágenes se proyecta una bolsa de plástico que revolotea con movimiento. Con ellas quieren mostrar que dotar de vida a estos lugares es posible, que las instituciones tienen en su mano la elección de convertir lo privado en público, que mucho se puede hacer donde parece que hay tan poco. En otras ciudades ha habido proyectos que los han intervenido desde el gobierno local, creando islotes verdes, puntos de encuentro y redes, como huertos urbanos, espacios deportivos o plazas.
Siempre me ha gustado la idea de los espacios abandonados. Los he buscado, los he fotografiado, los he interrogado. Me parece que no están vacíos del todo, sino que contienen un pasado. Un relato que se está borrando mientras cuenta otro. Pero algo peculiar ocurre con estos espacios residuales y es que se encuentran parados en el tiempo, apenas quedan en ellos rastros de su propia historia. También ahí se muestran inaccesibles.
La idea de la bolsa de plástico como esa planta rodadora de los wésterns (y que también puede llamarse bruja, salicor, rodamundos) me parece apropiada. Me lleva al desierto como espacio abierto, a vestigios de vida sin agarradera en la tierra; pero en este caso, la bolsa de plástico lleva las posibilidades amputadas del espacio público participativo. Como hace solo unos años, cuando el concejal de urbanismo de la pequeña localidad en la que viví decidió eliminar las plantas en los arriates cuidadas por las vecinas de una calle de ese pueblo. Ellas habían conseguido que diferentes especies de flores convivieran con los ficus y los naranjos amargos. Margaritas, iris, geranios o hierbabuena creando un tejido vegetal y humano. Todo eso fue sustituido por un conglomerado sintético que asfixia a los árboles y los deshidrata fácilmente. Adiós al cuidado organizado de las vecinas, adiós a la conversación en los quicios, adiós a la participación en lo público.
Los espacios colectivos son cada vez más escasos y más urgentes. Los planes de urbanismo y de expansión de las ciudades se centran en demasiadas ocasiones en construir zonas residenciales con servicios privados que nos alejan de la idea de barrio, y ese hecho esconde una propósito perverso: mantenernos más aislados y alienados. Los últimos meses he percibido a mi alrededor un deseo creciente de compartir, conectar y conversar, de estar con otros, y para ello precisamos de esos lugares de encuentro y, también, de que sean accesibles para todos. Creo que en reivindicarlos hay una postura política que desafía una deriva mundial que nos quiere asustados y agazapados en nuestras madrigueras. Y si además podemos usarlos para renaturalizar nuestras ciudades, mejor, ¿no?
Un poema inédito que escribí durante el confinamiento:
Abril 2020
preparo la cena temprano
a través de la ventana
los tejados se perfilan a contraluz
con la claridad residual de un día nublado
una bolsa de plástico se ha enredado en una antena
y este viento que aúlla
la azota y la castiga
ella trata en vano de recobrar
el rumbo cierto del caos
lleva el peso de las cosas no dichas
aquí dentro una palabra atraviesa la mesa
diminuta, oscura, frágil
desciende lenta hasta el suelo y se escabulle
buscando la luz que ya se fue
arriba
en una habitación idéntica a esta
hay palabras que no pueden huir
hinchadas
llenas de estridencia
el techo se hunde
nos recuerdan constantemente la importancia
de ventilar nuestras casas
Si has llegado hasta aquí, gracias por leer.
Hasta la próxima 🔥
María
me encantó tu pensamiento, gracias por escribirlo
No serás tú la tía más guay 💜